Ciudad Guatemala

Cómo Pelé se consolidó como una leyenda del fútbol en el Mundial de México 1970


Edson Arantes do Nascimento, conocido mundialmente como Pelé, solo supo de éxitos durante los primeros ocho años de su carrera internacional.

  07 diciembre, 2022 - 13:40 PM

Mientras el autobús del equipo de Brasil se abre paso por las calles de la Ciudad de México en camino al estadio Azteca para la final del Mundial de 1970, los jugadores a bordo tocan samba usando cualquier superficie disponible como instrumento.

Lidera con su percusión el lateral Jairzinho, ‘El Huracán’, autor de un gol en cada uno de los cinco partidos de su equipo en lo que va de torneo, todos ellos ganados.

Se suma Roberto Rivelino, el centrocampista ofensivo y autor del primero de los 15 goles que los han llevado a la final; Carlos Alberto Torres, el capitán brillante y de voluntad fuerte que ayudó a mantener a raya a la campeona Inglaterra en la fase de grupos; Gérson, Tostão, Clodoaldo y el resto, superestrellas de este inigualable bando, camino a la inmortalidad.

Hay demasiado ruido como para que alguien alcance a escuchar la caída de una maraca. Los jugadores están demasiado ocupados cantando e inmersos en sus sueños de gloria para prestar atención al hombre que la dejó caer intencionalmente.

Pelé, el mejor jugador del mundo, el talismán del equipo, está agachado, escondido, con lágrimas corriendo por su rostro.


Edson Arantes do Nascimento, conocido mundialmente como Pelé, solo supo de éxitos durante los primeros ocho años de su carrera internacional.

Tenía apenas 16 años cuando debutó como goleador con Brasil en 1957, nada menos que contra Argentina. En menos de un año, marcó dos goles en la final contra la anfitriona Suecia cuando su país ganó su primera Copa del Mundo.

Cuatro años más tarde, en Chile, una lesión reduciría su tiempo de juego, pero no su leyenda, ya que Brasil logró triunfos consecutivos en el torneo más grande del mundo.

Era, sin duda, el mejor futbolista del planeta: rápido, fuerte, habilidoso, inteligente, improvisador y desinteresado. Era una estrella mundial, a quien las multitudes acudían a ver. Adoraba el juego y el juego lo adoraba a él.

Pero eso tiene un costo. El suyo era convertirse en un objetivo y, en 1966, descubriría que otros en el deporte no estaban dispuestos a tolerar su genialidad. Sería en Goodison Park, la casa del Everton Football Club, donde le quitarían -literalmente a las patadas- gran parte de su amor por el juego.

El defensa de Portugal João Morais sería uno más en la larga fila de jugadores con la tarea de anular a Pelé por cualquier medio en ese Mundial.

Su acto más brutal fue una zancadilla por atrás que hizo tropezar a Pelé, seguida de una patada por delante que dejaron malherido al delantero brasileño. El juego terminaría en una derrota 3-1.

El resultado confirmó la salida de Brasil en la fase de grupos y puso fin a ocho años de posesión brasileña del trofeo Jules Rimet.

Pelé lo describió más tarde en su autobiografía como “un fracaso total, vergonzoso”.

“Todo el mundo pensó que íbamos a ganar fácilmente. Pero nuestra preparación no fue planeada con la misma humildad que en 1958 o 1962. Ya estábamos empezando a perder el título incluso antes de poner un pie en Inglaterra”, agregó.

Fue un duro golpe para Brasil. El poder de Pelé iba mucho más allá de sus capacidades en la cancha. Al haber surgido en un área empobrecida de un país vasto y multicultural, representaba una fuerza unificadora.

Era un símbolo de esperanza.

Era el hombre al que el Congreso había declarado “tesoro nacional no exportable” en una sesión de emergencia cuando los clubes de Italia fueron a buscarlo en su adolescencia.

Su importancia como líder no paró de crecer en una época de inestabilidad e incertidumbre, con el país bajo un gobierno militar después del golpe de Estado de 1964.

El tiempo puede ayudar a sanar muchas heridas y ver las cosas con perspectiva.

Cuando la atención volvió a centrarse en un Mundial, Pelé era un hombre diferente al que quedó tambaleándose en Inglaterra.

La paternidad había ayudado a aliviar su insatisfacción con el fútbol, mientras que una gira por África con el Santos y haber sido testigo de las enormes multitudes que se reunían para verlo a él -un hombre negro- y a su equipo le dio una nueva perspectiva sobre su importancia como modelo a seguir.

También estaba rebosante con una renovada confianza luego de varias temporadas sólidas en el club durante las cuales había llevado la cuenta de goles de su carrera a 1.000.

En Brasil, esta hazaña tuvo un recibimiento de proporciones épicas y la noticia compartió las portadas de los diarios con el alunizaje del Apolo 12.

Pelé tampoco fue inmune al más lacerante de los temores de todas las estrellas del deporte: no terminar su carrera “como un perdedor”.

Pelé llevando la pelota en el partido frente a Italia de México 1970.

Getty Images

Convencido de regresar a la selección nacional bajo la promesa de una mejor preparación -además de la introducción de tarjetas amarillas y rojas para el torneo en México- la decisión de Pelé fue reivindicada inicialmente por una campaña de clasificación estelar.

Contribuyó con seis de los 23 goles marcados por un equipo asentado y brillante que ganó seis de seis partidos al mando del entrenador João Saldanha.

Sin embargo, la tranquila confianza pronto dio paso al caos, con un errático Saldanha aparentemente decidido a deshacer el buen trabajo logrado. Desarrolló estrategias dudosas, particularmente en una derrota ante Argentina, y cuestionó a Pelé.

La pelea más desacertada fue la que tuvo con el general Emílio Garrastazu Médici, presidente de facto de Brasil, quien no vio con buenos ojos que le dijeran que se mantuviera al margen de los asuntos de la selección nacional.

Saldanha fue despedido poco después y apuntó gran parte de su virulencia hacia el número 10.

Primero afirmó que Pelé era miope (que era cierto pero claramente no perjudicaba su juego) y luego declaró sin fundamento que no estaba en forma y que padecía una “enfermedad grave”.

Pelé era popular en México. Una visita anterior a Guadalajara con la selección había provocado el cierre de casi toda la ciudad. Un teatro, por ejemplo, colgó un cartel que decía: “¡Hoy! No trabajamos porque vamos a ver a Pelé”.

Pero el país era políticamente volátil en 1970.

El arresto por parte de la policía de un grupo de guerrilleros entrenados en Cuba dio lugar a un aviso de un posible complot para secuestrar a la estrella de Brasil antes del Mundial.

Como resultado, en las semanas previas al torneo, Brasil entrenó en un campamento fortificado, patrullado día y noche por policías y guardias armados, con el propio Pelé escondido detrás de un círculo de protección dondequiera que fuera.

Que esto no tuviera un impacto perjudicial fue, en parte, gracias de la planificación, que se remontaba a amistosos jugados en México desde 1968 y tres meses y medio de preparación dedicada antes del torneo, incluidos 21 días de entrenamiento en altura.

La victoria 4-1 en el debut contra Checoslovaquia en el estadio Jalisco fue una liberación, no solo para Pelé, sino para un equipo que estaba concentrado y afilado.


México 1970 fue una explosión de color y ningún equipo poseía una paleta más rica que Brasil.

En un torneo televisado -en vivo y a todo color por primera vez- para una audiencia global que solo un año antes había visto a Neil Armstrong poner un pie en la Luna, el movimiento de ballet y la habilidad sublime de aquellos trajes de vibrante amarillo canario y azul cobalto fue un salto gigante hacia un nuevo mundo futbolístico audaz y brillante.

Empoderados para usar su independencia, inteligencia y habilidad por el sucesor de Saldanha, Mario Zagallo -un excompañero de equipo de Pelé en el ’58 y el ’62- el fútbol de ese Brasil estaba pensado para atacar.

Bendecido con una plétora de números 10, Zagallo encontró la manera de acomodarlos a todos: Jairzinho y Rivelino en roles amplios y versátiles, Tostão como un falso 9 y Gérson jugando más profundo en el mediocampo.

En el centro de todo estaba Pelé, un imán para la pelota en el campo y para los ojos fuera de él.

Cada toque significativo, cada carrera hacia adelante hirviendo a fuego lento con intención y posibilidad.

Su juego siempre se había centrado en el control, el ritmo, la potencia y la visión, pero aquí se combinaron en perfecta sincronización con su evolución como jugador.

En el ’58 estaba verde, en el ’62 estaba lesionado, en el ’66 estaba obstaculizado pero en 1970 tenía experiencia y estaba en forma, libre y concentrado. Este era un Pelé impecable y deslumbró como nunca antes.

El partido inaugural fue una refutación feroz para todos aquellos que lo habían dado por muerto, incluyendo al entrenador checoslovaco Jozef Marko.

De ese encuentro muchos recuerdan no el gol que anotó Pelé, sino el que erró: un terrible disparo desde la mitad de la cancha que pasó a centímetros del arco.

El delantero admitió después que había planeado la jugada de antemano tras detectar que los porteros europeos tenían una tendencia a estar adelantados.

Su único pesar era no haberlo guardado para un oponente más ilustre, como el que estaba a la vuelta de la esquina.

Inglaterra era el punto de referencia para alcanzar en México 1970.

Eran los últimos campeones y para muchos se había fortalecido en esos cuatro años.

Para Brasil fue una “final antes de la final”. Para Pelé era, además, un obstáculo emocional a superar.

En 1966, Inglaterra celebraba haber obtenido su primera copa mientras Pelé estaba en su casa, cuidando de su cuerpo y orgullo magullados.

Por eso, el de 1970 fue el partido en el que, simbólicamente, pudo quitarse toda la frustración de cuatro años antes.

Pelé no defraudó en un encuentro que fue de altísima calidad pero también ferozmente disputado.

Pelé celebra la obtención de la Copa del Mundo en México 1970.

Getty Images

Alan Mullery, el hombre encargado de marcar a Pelé, admitió luego que golpeó fuerte al delantero para intentar derribarlo, pero que estaba física y mentalmente fuerte.

En su autobiografía, Nobby Stiles, quien vio el partido desde el banco ese día, escribió: “Fue al menos desalentador ver la facilidad con la que Pelé se deshacía de su marcador. Mullery trató repetidamente de quitarle la pelota. Repetidamente falló”.

Sin embargo, solo dos veces Pelé escapó por completo de la obstinada atención del eficiente Mullery. La primera resultó en posiblemente la mejor parada de todos los tiempos, la segunda resolvió el juego.

Jairzinho anotó el gol de la victoria de Brasil, pero fue gracias a la habilidad de Tostão, que superó a tres defensas ingleses antes de tirar un centro, y a la visión de Pelé, que con un movimiento fluido en el área tocó la pelota hacia su derecha, perfectamente dentro del camino del autor del tanto.

“Cuando Brasil anotó el gol de la victoria, vimos otro aspecto vital del juego de Pelé: la humildad“, dijo Stiles.

“Se expresó mejor en su comprensión de las necesidades del equipo. Pelé eliminó a dos defensores de Inglaterra con el simple pase a Jairzinho. Eso fue puro Pelé”, destacó.

“Sus actuaciones en México seguramente representaron su mejor momento: veías un talento que había perfeccionado en todos los elementos esenciales para ganar en fútbol. Si un simple pase funcionaba mejor para el equipo, lo haría. Era solo si estaba bajo presión y carente de otras opciones que lanzaría alguna iniciativa agresiva. Era tanto el motor como el corazón de Brasil, además de ser el máximo exponente del magnífico sentimiento de esa nación por el juego”.

Brasil se negaba a dormirse en los laureles.

Una victoria por 3-2 sobre Rumania, con dos goles de Pelé a través de un feroz tiro libre y una definición limpia y baja, los vio encabezar el grupo e ir a cuartos de final contra Perú.

Sería un partido para la historia, un encuentro de rivales sudamericanos afines, combatiendo fuego con fuego.

Los peruanos contaban con la ventaja de un conocedor de la selección brasileña al timón con Didí, excompañero de Pelé en los mundiales del 58 y 62. Pero los brasileños tuvieron mayor potencia de ataque y ganaron 4-2.

Este era un Brasil unificado, una familia.

Fuera de la cancha había comenzado un ritual nocturno, encabezado por el devoto católico Pelé. Los jugadores se reunían para orar por los enfermos, los pobres, las víctimas de la guerra en curso en Vietnam, pero nunca por la victoria. Para hacerlo, tendrían que matar a un demonio del pasado.

Pelé tenía 9 años cuando Brasil perdió ante Uruguay -uno de sus grandes rivales- en la final del Mundial de 1950 en su tierra natal.

Lo que había comenzado como un día de esperanza y alegría -el país vivo con el sonido de los petardos y las radios a todo volumen- terminó en desesperación y silencio.

Al regresar de jugar en la calle con una pelota hecha con un calcetín lleno de papel y atado con una cuerda, Pelé encontró a su padre llorando.

Dondinho, un talentoso futbolista semiprofesional, había alimentado el amor de su hijo por el fútbol impartiendo técnica y sabiduría.

En la habitación de su padre, miró un cuadro de Jesús en la pared. “Si hubiera estado allí, no habría dejado que Brasil perdiera”, expresó. “Si hubiera estado allí, Brasil habría ganado”. Veinte años después, cumplió la promesa.

No empezó bien. Uruguay lideró la semifinal en Guadalajara a los 20 minutos. Sin embargo, Brasil empezó luego a dominar el juego y, a falta de un minuto para el descanso, Clodoaldo empató con su primer gol internacional.

Un Uruguay agotado y golpeado por las lesiones se desarmó cuando Jairzinho le dio a Brasil la ventaja a 15 minutos del final.

A los 89 minutos, un certero pase de Pelé a Rivelino al borde del área puso el marcador en un poderoso 3-1.

Y todavía había tiempo para una última floritura del número 10.

En los descuentos, un pase en profundidad de Tostão para Pelé lo dejó frente al portero uruguayo Ladislao Mazurkiewicz al borde del área, pero en lugar de tocar el balón eligió dejarlo seguir, con lo que eludió al guardameta.

Forzado a disparar rápidamente ante la llegada de un defensa uruguayo, el tiro salió fuera de los tres palos por muy poco.

El resultado del partido cumplió la promesa de Pelé a su padre y dejó a Brasil a 90 minutos de la gloria.

Pelé celebra la obtención de la Copa del Mundo en México 1970.

Getty Images

Con lágrimas en los ojos y el ritmo repetitivo de la batucada de sus compañeros llenando sus oídos, Pelé se calma. Este no es un momento para la duda. Es el más consagrado de los jugadores de su país, dos veces campeón del mundo, un líder.

Habiendo emprendido tal viaje para llegar aquí, no debe tropezar ahora.

Recoge su matraca, se levanta una vez más y se une a la orquesta móvil que serpentea por las calles de Ciudad de México.

Unas horas más tarde, un fotógrafo captura una imagen de los equipos de Brasil e Italia alineados en el estadio Azteca antes del inicio de la final, con 100.000 fanáticos gritándoles desde todos los lados.

En ella, el rostro de casi todos los jugadores está mirando hacia adelante y concentrado, cada tendón aparentemente estirado para controlar los nervios.

La excepción es Pelé, que ve a su izquierda, directamente hacia el objetivo de la cámara, con una mirada de infalible calma y confianza.

Italia comenzó jugando de forma cerrada, con su sólido catenaccio haciendo su trabajo.

Pero en el minuto 18, un perfecto centro de Rivelino al segundo palo encuentra a Pelé en el área, que salta más alto que el italiano Tarcisio Burgnich y con un cabezazo preciso abre el marcador a favor de Brasil.

Antes del descanso, un contratiempo. La defensa de Brasil se equivoca, Roberto Boninsegna emerge de entre el caos y patea el balón hacia una red desprotegida.

No hay pánico en el descanso. Brasil es el equipo más fresco después de la semifinal maratónica de Italia contra Alemania Occidental cuatro días antes. Tienen el talento y el plan táctico para sacar ventaja.

Van 66 minutos en el reloj cuando Gérson recoge la bola en el borde del área y dispara un tiro más allá de la mano izquierda de Enrico Albertosi y entra en la red.

Poco después, un pase adelantado de Gérson se encuentra con la cabeza de Pelé, que se eleva una vez más detrás del embaucado Burgnich, salta sobre sus talones y dirige la pelota hacia Jairzinho, quien completa una racha de goles en todos los partidos del torneo.

En los siguientes 15 minutos, el carrusel de camisas amarillas baila alrededor de un enemigo abatido.

Los italianos están rezando por el pitido final cuando una jugada iniciada por Tostão y seguida por Clodoaldo, Rivelino, Jairzinho y Pelé termina en que el 10 lanza un balón perfecto para que Carlos Alberto lo inserte en la esquina más alejada de la red y selle un 4-1.

Es una obra de arte. Perfección. Un gol que muestra todo lo que representa Brasil: trabajo en equipo, habilidad, improvisación, precisión y planificación.

Zagallo había identificado la izquierda italiana como un área a explotar, pero ni siquiera él podría haber imaginado que lo harían con una crueldad tan hermosa.

Una vez más en un punto crucial estaba Pelé. Su asistencia tan simple pero exacta en su ejecución. Su desinterés nunca mejor ejemplificado.

Ya en el vestuario, Pelé busca la soledad del carnaval que tiene lugar a su alrededor y entra en la ducha para rezar. Había terminado su carrera internacional en la gloria y por eso deseaba dar las gracias.

La paz no duró mucho. Un periodista se abre paso a empujones y se arrodilla frente a él para pedirle perdón por las dudas sobre el delantero que había dejado impresas antes del torneo.

Pelé lo obliga a ponerse de pie. “Solo Dios puede perdonar”, le dice. “Y yo no soy Dios”.

Algún tiempo después, cuando el polvo se había asentado en México 1970 y las hazañas de Pelé ya habían comenzado a filtrarse en la leyenda, se le preguntó a Burgnich, el hombre encargado de intentar marcarlo en la final, sobre la experiencia.

“Me dije a mí mismo antes del partido: ‘Está hecho de carne y hueso, igual que yo'”, reflexionó. “Estaba equivocado”.

Bibliografía

  • Pelé – “Pelé. Memorias del mejor futbolista de todos los tiempos”
  • Andrew Downie – The Greatest Show on Earth
  • Harry Harris – Pele: His Life and Times
  • Garry Jenkins – The Beautiful Team
Etiquetas:

Relacionado

ÚLTIMAS NOTICIAS